Lo que determina lo que somos son las cosas con las que entramos en contacto, el medio que nos sirve de cobijo y alimento, no solo del cuerpo, sobre todo del hálito vital que es nuestra consciencia.
La razón de la vida está en la esencia del hombre, en sus sentidos, su instinto, su capacidad de percepción y en cómo debe el humano enseñorearse de cada una de sus emociones.
La reyerta de emociones que aún después de tantos arrendatarios que han habitado este globo no hemos podido controlar para llegar a respetar las verdades básicas de la vida nos coartan.
Sumergida en esta incierta realidad, la raza humana ha recibido el encargo, la tarea, de regentar el planeta que alberga a millones de vidas en diversas especies. Se nos ha confiado una tarea tan entrañable que ha provocado desde los comienzos de la existencia la búsqueda de la verdad.
Conocer la verdad nos da confianza y seguridad, pero para qué perseguir una verdad que no nos va a servir de nada si ni siquiera somos capaces de sobrellevar sabiamente nuestras relaciones como entes de una misma especie.
La confianza nos daría la certidumbre y el ánimo de discernir que aún en diferentes latitudes y circunstancias seguimos siendo simplemente HOMBRES, seres animados con la capacidad racional de entender lenguas, aprender y crear constumbres y manifestar propósito.
Si el hombre ha perdido la confianza y la fe en su especie, por culpa de la perfidia que le rodea, debería por lo menos confiar en su propósito manifiesto: defender y cuidar la vida en la tierra.
Esta generación tiene la responsabilidad de resolver este acertijo, ¿cómo devolverle al hombre la confianza; y, cómo hacerlo consciente de su responsabilidad en medio del caos?
La perfidia, la madre del caos, se alimenta de la idea de imposición de un sentimiento sobre otro: anteponer lo que yo quiero hacer, a lo que debo hacer.
Hurguemos en la historia, divaguemos sobre el proceder humano. Visitemos cada una de las moradas del hombre; encontremos la confianza que no debe perderse nunca más.
Nuestros ancestros tenían claro el concepto de confianza: basaban todas sus interacciones sociales en la estimación que depositaban en el empeño de la palabra como un valor superior, incluso mayor que el oro que no podía ni debía violarse.
Los trueques por comestibles y permutas entre compadres que se comprometían a la cooperación mutua en el cuido de las granjas y el cultivo de las cosechas, era cosa común y aceptable.
La palabra representaba un aval fiable, incluso en el caso del maestro de escuela, cuyos alumnos con padres desposeídos, podían asistir al salón de clases amparados con el empeño de la palabra de sus progenitores de otorgar a cambio al pedagogo rubros u otras posesiones o servicios (ganado, porcino, gallinas…), una vez estuvieran en posesión de ellos.
La palabra era la ley que regía la sociedad y la confianza en la que se amparaba su valor. Los excesos se dieron, los abusos llegaron: y la confianza fue empeñada a un FMI (no, no ese que están pensando), a un Fraude Manejado Inteligentemente, sustentado por los primeros bancos y avalado por el descrepito de los valores del hombre.
Cuando la confianza se perdió, la política ideológica y social de la humanidad cambió; se barrió con todos aquellos protocolos que no beneficiaban a las minorías y que no eran un resguardo a las riquezas de unos pocos afortunados.
La falacia industrial, mediatica, que rige todos los sistemas alrededor de los que gira la existencia humana no parece inclinarse a favorecer el equilibrio y dar valor a lo colectivo partiendo de lo individual.
Ha debido pensarse en su lugar en un modelo más abierto y en un reforzamiento de la educación moral que mantuviera el valimiento del hombre por ser un inquilino con derecho de nacimiento en este nuestro nombrado hogar terráqueo.
Si le quitamos a un hombre su valor porque carece de condiciones favorables para desarrollarse y poder ser un ente productivo, ¿podremos confiar realmente en el curso de la vida en general?
¿Qué pasa también si los infantes no pueden encontrar un ambiente apropiado para su crecimiento y adaptación al mundo que les recibe, porque sus padres no tienen ni la menor idea de lo que es el respeto por la vida y sus leyes; o que carecen por completo de los recursos para ello?
¡Qué bueno sería que el hombre entendiera la cuota de responsabilidad que se recibe con la vida!
Somos responsables de lo que decimos, de lo que hacemos, de lo que damos; sin embargo, la gran mayoría de nosotros se preocupa de accionar sus recursos vitales sin respetar el espacio existencial de los demás seres o arrendatarios temporales del planeta.
El apego de las sociedades por un encarnecido fetichismo a la autocomplacencia y la poseción, basado en la creencia de que “mi parecer, mi sentimiento, mi, mi, mi…”; olvidando los valores, las reglas, y el espacio que es real y delimitado ya se hable de continentes, países, razas o individuos.
Nos complacemos dando rienda suelta a nuestros pareceres y preferencias, sin una soga que nos ate la cintura para poder mantener el control y así escalar sin sobresaltos hasta la cúspide que hayamos elegido.
El mayor motivo de fracaso en la vida social que se alimenta de esta época de transformación, lo constituye el hecho de que los hombres no se moderan y no aprenden a aceptar sus diferencias y particularidades con respeto.
El sentimiento de vacío y de “nada”, que nace de esta represión de no poder confiar en nada ni nadie, provoca un deseo de saciedad incontrolable que la mente y el cuerpo intentan llenar probando la “novedad” tanto en lo referente a los alimentos como en la vida en general.
Eckhart Tolle sabiamente expreso: “Conflictos son creados en el mundo por esos seres humanos que no saben lo que hay dentro de sí”. Así, nos apañamos los complejos, enmascarados, disfrazados, todos buscando sentir sin ser nada.
Volvamos al compromiso y al valor de la palabra, a la comprensión de que toda acción genera una reacción y de que esto vale tanto en mí como en otros.
Con el tiempo encontramos nuevas formas de ver las cosas, por eso es nuestro deber ser cuidadosos en nuestro proceder, es posible que después valoremos lo que ahora destrozamos o querremos deshacernos de lo que atesoramos.
Encontrando el objetivo lleguemos a la solución: la salvaguarda de la humanidad es la Confianza en el Respeto. Crear una economía de labores que favorezcan a todos los círculos y que se respete en todas las latitudes.
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